El debate público argentino coincide en dos diagnósticos: el agotamiento del modelo de desarrollo previo y la oportunidad que ofrecen la energía, la minería y los cambios tecno-productivos globales, y su proyección sobre nuestro agro.
En este sentido se reconocen cuatro potentes entramados para una estructura productiva globalmente competitiva: energía no convencional, minería a gran escala, industria del conocimiento y, sobre todo, “el campo”. Cabe sumar algunos sectores previos y de clase internacional, (energía nuclear, farmoquímica, algunos insumos básicos) aunque con dudas sobre su replicabilidad a futuro. El desafío colectivo, es revitalizar un tejido productivo actualmente fragmentado, con baja productividad promedio y con severas dificultades para generar empleo y acceso a la modernidad. El interior productivo reclama más federalismo y un desarrollo territorial equilibrado.
Este escenario, arrastrado desde fines del siglo pasado, obliga a construir un modelo distinto. A diferencia del pasado no existe una actividad “salvadora” —como se pensó la soja. Hay que rearmar el tablero productivo, aprovechando lo que cada sector ofrece. Energía, minería y servicios digitales tienen gran potencial exportador, pero requieren atención a la generación de empleo, impactos ambientales y localización territorial. En el caso de la industria del conocimiento, su sostenibilidad depende de políticas en ciencia, tecnología y educación, aún débiles en el país (sin olvidar su relación con el nivel cambiario).
En ese trabajo de orfebrería productiva, la gran disrupción proviene del “nuevo campo” que ya no es solo proveedor de alimentos baratos o “alcancía social” frente a crisis fiscales, sino potente motor de desarrollo. Articula productores, proveedores, transportistas e industrias en redes competitivas a escala global, apoyadas en biotecnologías y con creciente densidad territorial. Y amplía sus actividades a energías, materiales y servicios de alto valor agregado.
La agrobioindustria aporta alrededor del 20% del PBI, (más del doble que las energías no convencionales), emplea entre 2,8 y 3,6 millones de personas (similar a toda la actividad manufacturera), tiene un fuerte anclaje territorial y evidencia un notable dinamismo innovador.
La industrialización sustentable de “lo biológico” utilizando las nuevas herramientas tecnológicas compatibiliza acumulaciones previas, demandas potenciales, competitividad genuina y múltiples derrames sobre el entramado productivo.
Los países avanzados están reorganizando sus matrices productivas en torno a materiales renovables, energías limpias y servicios ecosistémicos, sin resignar estándares de confort. La descarbonización impulsa la química verde y la biotecnología aplicada.
En este marco, Argentina tiene por delante la gran oportunidad de alimentos, energía y biomateriales, insertándose en las cadenas de valor de la bioeconomía global. Como en tantas otras cosas, en el “campo”, el futuro ya no es lo que era.
El maíz ejemplifica esta lógica: pasó de ser un simple grano alimenticio a una plataforma de biomasa que genera alimentos, energía y materiales industriales. Si se exporta como grano, vale unos 180 dólares por tonelada; transformado como en Iowa, triplica dicho valor. Simulaciones recientes muestran que, de adoptar un modelo de transformación similar al de los Estados Unidos, la facturación de este complejo crecería más de 60% y se crearían anualmente más de 80.000 empleos adicionales.
El potencial se amplía recordando nuestra diversidad de tipos de agriculturas y sus posibilidades de nuevos usos en alimentos, bioenergías, bioplásticos y químicos verdes, en línea con una demanda mundial cada vez más exigente en términos ambientales. La bioeconomía brinda una hoja de ruta para un nuevo campo, ahora “una fábrica a cielo abierto transformadora en modo manera sustentable biomasa para distintos usos”.
Un paso inicial es mejorar la productividad (rendimientos) en las etapas primarias. Políticas impositivas como las retenciones han desincentivado la inversión tecnológica con efectos negativo en la productividad y sostenibilidad. El próximo ítem (o simultaneo) es el fortalecimiento de la transformación de la biomasa en bienes industriales (desde alimentos a biomateriales) donde la inercia del modelo previo y sus regulaciones promocionales asociadas constituye el primer mojón a revisar. Su rigidez se contrapone con la aparición de nuevos perfiles empresariales, mercados y tecnologías, incluyendo la biotecnología, en general y la edición génica en particular, la digitalización, la robótica, y la inteligencia artificial. Finalmente, el trayecto restante hasta llegar al consumidor se ha vuelto otro ámbito de desarrollo, generador de negocios y área de las políticas públicas.
Si se apunta en esta dirección, con un marco de políticas públicas consistente con la bioeconomía, el potencial es muy grande, sea en empleo, o exportaciones, pero sobre todo, en territorialidad, como base de un futuro productivo distinto, donde “el nuevo campo” aunado a otras locomotoras configura un modelo de desarrollo superador en términos de crecimiento económico, generación de empleo, y territorialidad.