El estadounidense-israelí Joel Mokyr, el francés Philippe Aghion y el canadiense Peter Howitt ganaron el Premio Nobel de Economía el lunes pasado, por su trabajo sobre el impacto de la tecnología en el crecimiento económico. Una buena ocasión para reflexionar sobre lo que sucedió con el agro argentino en la Segunda Revolución de las Pampas.
La distinción a los tres hombres es por «haber explicado el crecimiento económico impulsado por la innovación».
Mokyr trabaja en la Universidad Northwestern, Aghion en el Collège de France y la London School of Economics, y Howitt en la Universidad de Brown. Los tres estudiaron los mecanismos detrás del crecimiento sostenido, incluyendo en un artículo de 1992 en el que construyeron un modelo matemático para lo que ya hace años llama destrucción creativa. El economista austríaco Joseph Schumpeter desarrolló el concepto hace un siglo: cuando un producto nuevo y mejor entra al mercado, las empresas que venden los productos más antiguos pierden.
«El trabajo de los galardonados muestra que el crecimiento económico no puede darse por sentado. Debemos mantener los mecanismos que subyacen a la destrucción creativa, para no volver a caer en el estancamiento», dijo Hassler, presidente del Comité para el premio en ciencias económicas. El “experimento” de la revolución tecnológica de la agricultura argentina es un ejemplo extraordinario.
En los últimos 40 años triplicamos el volumen de la cosecha agrícola. Y mucho más en valor, por la irrupción vertiginosa de la soja, cuyo precio duplica al de los cereales. El crecimiento se explica en un 50% por el aumento de la superficie agrícola, pero mucho más por el incremento de los rindes. Y el incremento de la superficie implicó la “destrucción” del modelo tradicional de rotaciones, pasando a un sistema que tiende a la agricultura continua. Para que esto tuviera lugar de manera sustentable, fue necesario introducir la siembra directa, la fertilización y el control de malezas. En todos estos procesos hubo innovación y destrucción de lo anterior. Por ejemplo, le dimos cristiana sepultura al arado de reja y vertedera, con el que Rómulo había trazado el perímetro de Roma. La agricultura del laboreo fundó ciudades, pero terminó con los suelos. Aquí rompimos el paradigma de 10 mil años de civilización.
Sufrieron los fabricantes de arados. En la Expodinámica de La Laura, en 1983, el atractivo mayor fue la cinchada de tractores. Se lucía Zanello con su articulado de 140 HP tirando un arado de 10 rejas de El Chalero. Hoy nadie fabrica arados, todos migraron rápidamente a las sembradoras de directa. Y prácticamente no ingresan al mercado sembradoras del Primer Mundo, mientras algunos fabricantes locales se abren paso en la Vieja Europa.
Para el control de malezas, llegaron los “mosquitos”. Impresionante innovación, que se potenció cuando la biotecnología aportó los genes de tolerancia a herbicidas, con la irrupción de la soja RR. Un evento de transgénesis que “destruyó” la genética clásica. En simultáneo, aparecía el maíz Bt, que permitió controlar la plaga del barrenador, “destruyendo” la incipiente utilización del insecticida granulado (Dipel). Caro y sobre todo muy difícil de aplicar porque tenía que colocarse en la axila de la hoja y con el cultivo ya muy desarrollado. No estaban las Altina… Solo lo usaban los semilleros en aplicaciones casi manuales. En otras palabras, la biotecnología potenció a algunos agroquímicos, pero terminó con otros.
Llegó el silobolsa. Impresionante solución de logística, con impacto en las relaciones comerciales. Impactó en todos los ámbitos de la actividad. Sufrieron los fabricantes de silos. O de instalaciones de hormigón en los puertos. Grandes terminales de crushing o incluso malterías o aceiteras del interior, tienen hoy enormes playones llenos de bolsones cargados durante la cosecha, para ir procesando durante todo el año.
Lo concreto es que gracias a este proceso de destrucción creativa, la Argentina no saltó en mil pedazos. Imaginemos lo que podría suceder si alineamos la política económica con la naturaleza de las cosas.